2 de enero de 2009

En la vanguardia de la historia

Los mitos que rompió la Revolución Cubana. Su lugar en la historia latinoamericana y su relación con los países de la región. La lucha contra el bloqueo y los principales desafíos que enfrenta en la actualidad.


Por Atilio A. Boron

Es una tarea ciclópea resumir en unas pocas líneas el significado de algo tan especial como la Revolución Cubana, que el viejo Hegel no hubiera dudado un instante en caracterizar como un acontecimiento “histórico-universal”. Una revolución que destruyó mitos y prejuicios profundamente arraigados: que la revolución jamás podría triunfar en una isla situada a 90 millas de Estados Unidos; que el imperialismo jamás permitiría la existencia de un país socialista en su patio trasero; que la revolución era impensable en un país subdesarrollado y, para colmo, sin el protagonismo de un partido “marxista-leninista” conduciendo la insurrección de las masas. Todos estos pronósticos, y muchos otros que sería largo enumerar, fueron refutados por el triunfo, la consolidación y la heroica sobrevivencia de la Revolución Cubana.


Ha sido –y sigue siendo– una hazaña resistir a medio siglo de un bloqueo económico sin precedentes en la historia de la humanidad y que año a año es condenado por casi todos los países de la ONU, con la excepción de Estados Unidos y un puñado de “estados-clientes”. Pensemos simplemente lo que hubiera ocurrido en la Argentina ante un bloqueo de apenas un año, limitando drásticamente desde la importación de bienes esenciales hasta el ancho de banda de la Internet: este país se habría desintegrado producto de la conmoción social que tal política habría desencadenado. Por eso quien no quiera hablar del imperialismo norteamericano y sus políticas de permanente bloqueo y agresión, debería abstenerse de formular cualquier tipo de crítica a la revolución. Es bien importante marcar esta postura porque tanto dentro como fuera de Cuba no son pocos quienes disparan sus dardos contra las asignaturas pendientes de la revolución sin hacer la menor mención al influjo profundamente desestabilizador de la política del imperio. Es cierto que hay mucho por hacer todavía en Cuba, pero ¿cómo comprender esas falencias al margen de un bloqueo de medio siglo cuyo costo, según cálculos muy conservadores, oscila en torno de los 93.000 millones de dólares, una cifra dos veces superior al Producto Bruto de Cuba, más allá de otras consecuencias que trascienden lo económico y que se miden en vidas humanas y en sufrimientos innecesarios e indiscriminados de toda la población?

A las restricciones propias del bloqueo habría que agregar, entre muchas otras, el humillante servilismo de la casi totalidad de los países de la región, con la honrosa excepción de México, que ante un úkase del imperio cortaron relaciones con la patria de Martí a partir de 1962, profundizando los efectos deletéreos del bloqueo. Pese a ello, los cincuenta años de la revolución encuentran a Cuba sólidamente a la cabeza en una amplia diversidad de índices de desarrollo social. Este es un asunto que ya se da por descontado pero conviene recordarlo, puesto que tales logros se alcanzaron bajo la hostilidad permanente de Estados Unidos y debiendo además sobreponerse a las tremendas consecuencias derivadas de la implosión de la Unión Soviética y la desaparición del Comecón. Los otros países de la región, rutinariamente cubiertos de elogios por la prensa imperialista y sus voceros en el mundo político, registran índices de desarrollo social muy inferiores –en algunos casos vergonzosamente inferiores– a los cubanos pese a que a lo largo de este medio siglo contaron con el apoyo financiero y político de Washington. Un solo indicador basta con su elocuencia: la tasa de mortalidad infantil por cada 1000 nacidos vivos coloca claramente a Cuba por encima de cualquier otro país de las Américas, con un nivel semejante al de Canadá (5/1000) y aventajando a Estados Unidos (7/1000), para no hablar de países como Argentina, Brasil, México, en donde estas tasas triplican o cuadruplican a las cubanas.

La revolución se encuentra ahora ante renovados desafíos originados en: a) los grandes cambios que caracterizan a la economía mundial y que provocan la obsolescencia del viejo modelo de planificación ultra-centralizada; b) la creciente beligerancia de un imperialismo que se enfrenta con renovadas resistencias a lo largo y ancho del globo, sobre todo luego de la crisis global estalló pocos meses atrás; y, c) de la necesidad de renovar el impulso revolucionario y, sobre todo, transmitirlo a las nuevas generaciones. Desafíos que requieren de respuestas innovadoras pero, como el mismo Fidel lo recordara, para nada significa caer en el “error histórico” de creer que “con métodos capitalistas se puede construir el socialismo”. En otras palabras: la reforma no puede significar la reintroducción de métodos capitalistas en la gestión de la economía, como se hizo en China o Vietnam. Se deberá transitar por un estrecho sendero en donde se mantenga la planificación de las actividades económicas y el papel rector del estado pero apelando a estructuras más flexibles de planificación y control y a procesos más ágiles de conducción y ejecución. De lo contrario, las desigualdades se multiplicarían y la corrupción resultante de las mismas podría, al cabo de un tiempo, debilitar irreparablemente el impulso revolucionario y favorecer los planes de la reacción imperialista. Por eso Cuba está a la vanguardia de la historia, realizando un experimento sin precedentes: reformar al socialismo pero profundizando el socialismo. Al igual que antes, Cuba rompe con todos los manuales y con el saber convencional. Estamos seguros de que ahora también el éxito rubricará su valiosa osadía.

Una reflexión final: imaginemos lo que habría sucedido en América latina si la Revolución Cubana hubiese sucumbido ante las agresiones del imperialismo o a consecuencia del derrumbe de la Unión Soviética. La respuesta es clara y contundente: en tal hipotético caso nuestra historia habría sido radicalmente diferente. Sin la antorcha prometeica sostenida heroicamente por Cuba durante medio siglo, los pueblos de las Américas difícilmente habrían tenido la audacia para resistir la renovada opresión y explotación de que eran objeto y para rebelarse en contra del imperio y sus lugartenientes locales. Fue su vibrante ejemplo el que incendió la pradera de América latina en los años sesenta, lo que alimentó las grandes movilizaciones que impulsaron el ascenso de la Unidad Popular en Chile y el triunfo de Héctor Cámpora en la Argentina; abrió el espacio para el giro radical de Juan Velasco Alvarado en el Perú; facilitó la instauración de la Asamblea Popular y el gobierno de Juan José Torres en Bolivia y nutrió la insurgencia constitucionalista del coronel Francisco Caamaño Deñó en la República Dominicana ultrajada por el invasor yankee. Fue la inconmovible lealtad y solidaridad de Cuba con todos los pueblos en lucha lo que hizo posible resistir las atrocidades de las dictaduras que asolaron la región en los años setenta y, entre tantas otras cosas, asegurar el triunfo del sandinismo en Nicaragua y, con el sacrificio de sus hijas e hijos, derrotar al apartheid sudafricano y garantizar la independencia de Angola. Fue la inconmovible fortaleza de Cuba la que la convirtió en referencia obligada cuando, a mediados de los ochenta, el continente retomaba el escarpado –¡y aparentemente interminable!– sendero de la “transición democrática” agobiado por el peso de una deuda externa “incobrable e impagable”, como la definiera Fidel en 1985. Ejemplo que adquirió dimensiones gigantescas cuando Cuba demostró ser capaz de resistir a pie firme el derrumbe de los mal llamados “socialismos realmente existentes”, desplomados precisamente por no ser socialismos. Es en este escenario, que lleva la marca indeleble de la resistencia de Cuba como una de sus señas de identidad, que irrumpe la Revolución Bolivariana y la figura excepcional de Hugo Chávez, mientras que más al sur Rafael Correa ponía en marcha su Revolución Ciudadana y en la Bolivia del Che un abnegado dirigente cocalero, Evo Morales, se proyectaba como el líder de un pueblo en pos de una reivindicación que se le debía desde hacía más de cinco siglos. Hay también otros procesos en marcha en Argentina, Brasil, Uruguay, Paraguay y, en general, en casi toda nuestra geografía. Con características externas diferentes según los casos, pero invariablemente –al menos en el espíritu de los pueblos, si no en su dirigencia– como expresión de un intransigente rechazo al imperialismo, el capitalismo y las políticas neoliberales. Todo esto no habría sido posible si Cuba hubiera sido derrotada en Girón, o si sus hombres y mujeres hubiesen defeccionado, abandonando sus ideales, ahogando la antorcha que con tanto esfuerzo y dignidad sostuvieron en alto durante medio siglo. Por eso la deuda de los pueblos latinoamericanos con la Revolución Cubana es inmensa. Una revolución cuyo internacionalismo la llevó a derrotar a los fascistas sudafricanos y que, como si la hazaña anterior no fuera suficiente, inunda al Tercer Mundo de médicos, enfermeros, maestros, instructores deportivos; una revolución que siembra educación, salud y vida, contra un imperio que hace lo propio con la ignorancia, la destrucción y la muerte. Por eso, y por tantas otras cosas que sería imposible siquiera nombrar, vaya nuestra eterna gratitud para con el pueblo y el gobierno cubanos, para Fidel y para Raúl, y antes para el Che, para Camilo, para Haydée y tantos otros héroes anónimos, cubanas y cubanos que con su lucha cotidiana y su tenacidad de hierro hicieron posible este renacimiento de las perspectivas del socialismo en América latina.

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