*Por Carlos Del Frade
Con pluma maestra y pinceladas de una lírica conmovedora, nuestro compañero Carlos del Frade, compone vívidas imágenes de la negra noche iniciada aquel 24 de marzo de 1976. El artículo fue escrito para la agencia Pelota de Trapo.
Defender la empresa y la propiedad privada es el primer deber- dijo el general Ramón Genaro Díaz Bessone, ministro de Planeamiento de la dictadura, en octubre de 1977, en los salones de la Bolsa de Comercio de Rosario, mientras los dueños de casi todas las cosas aplaudían la declaración pública del ADN del golpe del 24 de marzo de un año antes. Nada de patria ni heroísmo: empresa y propiedad privada era el primer deber de los herederos de San Martín aquel que juró jamás desenvainar su espada para derramar sangre de hermanos.
Para lograr aquel “primer deber”, las fuerzas armadas y de seguridad, títeres macabros del poder económico, los verdaderos titiriteros; desaparecieron 30 mil personas en la Argentina. La mayoría de ellos -en casi un ochenta por ciento- trabajadores; la mayoría de ellos -en casi un setenta por ciento- jóvenes menores de treinta años. Las cifras son claras. Mataron para robar. Aniquilaron para construir una sociedad obediente que no discutiera los deseos de la empresa y la propiedad privada. Sangre y dinero, la síntesis del sistema.
Y una cifra más: entre 1975 y 1983, la deuda externa aumentó en 35 mil millones de dólares. Si se cruzan esos números con la cantidad de desaparecidos, aparece una revelación: por cada luminosa vida de una joven, de un joven trabajador con ideas revolucionarias, los proveedores de la muerte le dejaron una factura a la sociedad argentina de más de un millón de dólares por cada una de esas existencias solidarias y comprometidas. Mataron para robar.
Pero, ¿cómo eran aquellos pibes, aquellas muchachas?
Soñaban que en la tierra hecha de pan, trigo, carne y riquezas no haya una sola familia que no decidiera el futuro mejor para sus hijos; creían que todos tenían derecho a ser felices porque, según decía aquel desesperado revolucionario de dos siglos atrás, Manuel Belgrano, la revolución y la política sirven para ser felices. Para que la felicidad no sea la propiedad privada de unos pocos.
El cronista sabe que una pareja de adolescentes, ella de quince años y él de diecisiete, antes de ser ejecutado, produce una postal que se repitió en decenas de los casi cuatrocientos centros clandestinos de detención que afloraron durante la noche carnívora. Ella le pide una canción de amor de despedida y él, entonces, elige cantar el himno nacional. Durante dos horas canta y canta aquello de vivir con gloria después de haber logrado que en el trono de la vida cotidiana esté la noble igualdad. Y es su canción de amor para la compañera y para los demás.
Y la memoria del periodista también sabe que una maestra que enseñaba a leer y escribir, a sumar y restar a los hijos de los mensúes en un paraje correntino es salvajemente estragada por sus cancerberos pero siete años después, cuando le dicen que se vaya, ella, la maestra que formaba parte de aquella generación de jóvenes trabajadores con ideas revolucionarias, ella decide volver a los montes para que las hijas y los hijos de los condenados de la tierra no sean engañados por ningún patrón.
Y también sabe que muchas mujeres parieron mientras les apuntaban con fusiles y que supieron que la osadía del sol al colarse por un hueco de una ventana de una sucia pieza iluminando el cuerpito de su hija era el principio de una victoria que parecía lejana.
Treinta y cuatro años después, esos miles y miles de sueños colectivos inconclusos están en las necesidades de las mayorías argentinas.
Porque el primer deber es ser felices en un país con justicia y democracia en serio. Porque ellos están ahí, en el interior de cada una de las urgencias cotidianas.
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